Friday, August 22, 2014

Los nuevos barbaros

Por Enric González

Las imágenes del asesinato de James Foley, uno de esos periodistas que dignifican el oficio y, según quienes le conocían, una de esas personas que dignifican la especie, son repugnantes. También asquea el jolgorio con que se difunden por la red. No creo, sin embargo, que convenga evitar su visión, porque contienen un elemento informativo relevante. Se trata del discurso del asesino, parte del cual Foley fue forzado a recitar. Ya saben, la culpa de todo es de Estados Unidos y de Occidente en general, de las agresiones imperialistas, de la arrogancia de los infieles, etcétera. Es bueno recordar lo que dicen los sociópatas del Califato y compararlo con un cierto discurso, frecuente entre la izquierda europea, en el que aparecen argumentos similares. Se trata de un discurso tan obtuso e impresentable como el del sociópata británico que decapitó a Foley.
Seamos claros: en el mundo islámico habitan los nuevos bárbaros. La gran mayoría de los musulmanes son gente pacífica y más o menos razonable, como lo eran la mayoría de las tribus bárbaras que se acumulaban junto a las fronteras del Imperio romano y se adentraban poco a poco en él, sin especiales problemas de convivencia. El colapso de Roma y del imperio de occidente no se debió a una voluntad específica de invadir y destruir por parte de esas tribus, que en cualquier caso se regían por valores incompatibles con la civilización romana (igual que ocurre ahora con el islam y los valores de libertad y representación democrática), sino a las guerras internas de los bárbaros. El empuje de nuevos grupos procedentes de Asia provocó el caos más allá del limes y ese caos se derramó sobre una Roma decadente, dispuesta a pactar lo que fuera porque se sentía incapaz de defenderse.
La situación, ahora, no es muy distinta. El islam sufre una compleja y violentísima guerra interna, cuyo eje más visible, pero no único, es el enfrentamiento entre el sunismo, tradicionalmente dominante, y el chiísmo, revitalizado desde la revolución islámica iraní de 1979. Esa fue la única revolución del siglo XX, como subrayaba el historiadorEric Hobsbawm, que no se remitió ni de lejos a los valores de la Ilustración, la razón y las libertades, sino todo lo contrario. El chiísmo ha desarrollado grupos fanáticos como los Guardianes de la Revolución en Irán o Hezbolá en Líbano; del sunismo están surgiendo aberraciones cada vez más estrambóticas, desde Al Qaeda al Estado Islámico.
Estados Unidos y sus aliados, lo que llamamos Occidente, han cometido gravísimos errores y agresiones intolerables. Por supuesto. Francia y Gran Bretaña se repartieron sin escrúpulos las ruinas del imperio otomano (1916) y sometieron de mala manera a las poblaciones locales; Washington aupó a la atroz dinastía wahabista de los Saud (1932) a cambio de explotaciones petrolíferas; la CIA acabó con Mohamed Mossadegh (1967) y destruyó las expectativas de un Irán libre; Jimmy Carter y Ronald Reagan armaron y financiaron a los muyahidines en Afganistán desde 1979; George W. Bush organizó dos invasiones, la de Afganistán (2001) y la de Irak (2003), extremadamente cruentas en lo militar y fallidas en lo político. Existen muchos más ejemplos. Pero debemos ser conscientes de que el problema musulmán viene de muy lejos y es musulmán, no occidental. El islam ha sido incapaz de confrontarse con la modernidad y en su expresión más contemporánea, la que arranca con la descolonización, ha rebotado sin cesar entre las dictaduras nacionalistas y las llamaradas hiperreligiosas. La clave está ahí.
Existen países musulmanes no estrictamente calamitosos, como Indonesia o Marruecos. El panorama global sí lo es. La llamada primavera árabe, un proceso antiautoritario rápidamente sofocado (aunque no extinguido) por las tensiones de fondo, demostró que son pocos los que reclaman libertades. Por debajo del macroconflicto histórico, la guerra entre suníes y chiíes por el dominio geoestratégico y religioso, hierven casi todos los problemas concebibles: la citada e interminable pugna entre militares e islamistas, una corrupción prodigiosa, una evidente incapacidad para alcanzar un aceptable desarrollo económico, una natalidad desbocada y, muy al fondo, el empecinamiento en mirar al pasado y no extraer de él más que recuerdos de humillaciones, reales o inventadas, que exigen venganza. La crueldad casi caricaturesca de las bandas ultrayihadistas (el gran Jon Lee Anderson las compara, en un muy recomendable artículo publicado en The New Yorker, con Los Zetas del narcotráfico mexicano) se ha convertido en un lenguaje, un mensaje y un programa político. Más allá de los degüellos, decapitaciones, crucifixiones y torturas diversas no hay nada más que ensoñaciones de un pasado remoto, frustración, estupidez y furia en estado puro.
No vale la explicación de que las sociedades violentas, como las árabes, generan violencia. Hasta una cuarta parte de los efectivos del Estado Islámico, unos dos mil o tres mil, proceden de Europa. De Londres, de Madrid, de París, de Milán, de Barcelona. De ciudades abiertas y tolerantes. Tampoco vale esgrimir la tragedia palestina: esa tragedia es real, muy real, pero los países árabes no son menos despiadados que Israel cuando se trata de los palestinos. Israel se ha convertido en una coartada cómoda para justificar un inmenso fracaso colectivo.
El hundimiento de las sociedades musulmanas es rápido y generalizado. Siria, Libia, Sudán, Irak, Egipto, son en la práctica estados fallidos, como Afganistán. Pakistán representa el peor peligro de crisis nuclear. Los países más ricos, los que disponen de tesoros fabulosos gracias al petróleo, hacen lo posible por empeorar las cosas exportando fanatismo (caso del wahabismo saudí) o financiando a los fanáticos (Catar ha sustituido a Siria como patrón de Hamás y respalda de forma encubierta a los sociópatas del Califato). La frustración acumulada por los nuevos bárbaros lleva tiempo derramándose sobre Europa y, en menor medida, sobre Estados Unidos. Es el gran problema contemporáneo y conviene encararlo con lucidez y sin gilipolleces bondadosas.

No, el responsable de los atentados del 11-M no fue Aznar por sumarse a la invasión de Irak: fueron los yihadistas. No, los estadounidenses no se buscaron los atentados del 11-S: fueron los yihadistas. Si esa minoría fanática e hiperactiva, que dura ya bastantes generaciones y acumula rabia y locura, no es derrotada y suprimida, el caos musulmán se desplomará definitivamente sobre el planeta. La tolerancia con otras culturas carece de sentido cuando hablamos de teocracias delirantes, déspotas grotescos, opresión y miseria. La represión sanguinaria de El Assad, la brutalidad de Al-Sisi, el sectarismo de los Hermanos Musulmanes, el fundamentalismo saudí, la diplomacia criminal de Catar y la locura asesina del Estado Islámico son lados distintos de una misma figura geométrica. Esta es una guerra por la civilización. El tipo de guerra que perdió Roma.

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