Monday, November 06, 2006

Iran y la bomba

Por Julián Schvindlerman
Luego de pronunciar un discurso ante la Asamblea General de las Naciones Unidas en septiembre de 2005, Ahmadineyad le dijo a un clérigo de su país que había sentido que durante los casi treinta minutos de duración de su ponencia ni uno solo de los cientos de delegados había pestañeado. ¿La razón? Pues que una figura celestial islámica había mantenido los ojos de los numerosos presentes abiertos para recibir el mensaje de la república iraní. El milagro se acentuaba a través de un halo de luz que supuestamente se había formado encima de su cabeza.
Uno de sus primeros actos de gobierno fue asignar dinero a la mezquita Jamkaran, ubicada cerca de la ciudad sagrada de Qum, a la cual retornará Abdul Qassem Muhammad, el duodécimo imán que se ocultó en el siglo X y, conforme al relato de la tradición chiita, reaparecerá como el Mesías.
En las tres religiones monoteístas, la era mesiánica puede advenir de dos maneras posibles: bien cuando la Humanidad haya alcanzado un estadio de hermandad universal (un escenario del tipo el-león-descansa-al-lado-del-cordero), bien cuando suceda exactamente lo contrario: que en el mundo haya tal anarquía, tanto desorden y maldad, que sólo la llegada del Mesías pueda reencauzar el rumbo del planeta. Si Ahmadineyad suscribe esta última visión del fin de los días, ¿qué mejor que precipitar una guerra nuclear que acelere el momento del Apocalipsis?
Si Ahmadineyad presidiera un país fallido del África negra, una nación políticamente marginal y económicamente irrelevante, posiblemente el mundo libre toleraría con típica indiferencia las locuras de su gobierno, tal como lo ha hecho con psicópatas como el sudanés Omar Hasán al Bashir... hasta que su campaña genocida y esclavizante se agigantó al punto de que no podía ser ignorada por más tiempo. Pero Ahmadineyad y los mulás gobiernan una nación que se asienta en una de las zonas más críticas del planeta, que controla el 10% de las reservas de petróleo, que tiene la segunda reserva probada de gas natural y que linda con el estrecho de Ormuz, por donde pasa diariamente el 40% de las exportaciones mundiales. Es decir, Irán posee una importancia estratégica descomunal. Y quiere poseer la bomba atómica.
Hoy, a pesar de su inferioridad militar frente a Occidente, esta república islámica está financiando y armando a agrupaciones terroristas en El Líbano, la Franja de Gaza, Irak y Afganistán, desafía constantemente a la potencia americana (en Irán se conmemora oficialmente el "Día de la Muerte a América") y su líder se permite amenazar a todo un continente: así, ha advertido a la Unión Europea de que "podría salir herida" si apoyara a Israel (país al que, a su vez, anhela "borrar del mapa") o se opusiera a las aspiraciones no convencionales de Teherán.
Es evidente que un Irán armado nuclearmente se atrevería a desequilibrar aún más el orden mundial, entre otras cosas, aumentando su poder de influencia en el Medio Oriente. Y que no haya lugar para el engaño: de acceder al control del petróleo mesooriental, Irán no buscaría un alza del precio del barril de crudo para incrementar sus ganancias: más bien procuraría paralizar la economía mundial. Inauguraría una era de chantaje político-económico pocas veces vista en la historia. La meta del régimen clerical iraní es ideológica y teológica, no materialista.
A estas alturas resulta claro para todo ser pensante que Irán no debe acceder al armamento nuclear. La pregunta es cómo evitarlo. Las opciones barajadas hasta el momento han sido cuatro:

– Dialogar con los iraníes hasta persuadirlos de la inutilidad de su terquedad. Ésta ha sido hasta hace poco la opción fetiche de los europeos, que han mantenido un "diálogo crítico" con Teherán durante años... para finalmente llegar a la conclusión de que ha sido inútil. Europa ha sido menos ingenua que cínica: entre 2000 y 2005 el comercio de la UE con Irán casi se ha triplicado. Cabe asumir que, hasta que una bomba atómica no estalle sobre París o Berlín, los europeos seguirán poniendo la plusvalía por encima de la seguridad nacional.

– Imponer sanciones diplomáticas y económicas a la república islámica para hacerla entrar en razón. Ésta ha sido hace tiempo una aspiración estadounidense, pero con China y Rusia –con derecho de veto en el Consejo de Seguridad de la ONU–oponiéndose públicamente a tal noción, ha sido, hasta el momento, fútil.

– Provocar un cambio de régimen en Irán. Hay mucho descontento doméstico con la teocracia islamista, descontento que podría ser capitalizado por Occidente. No sólo los judíos, los cristianos, los kurdos, los zoroastrianos, los bahais y otras minorías son discriminadas en Irán, sino que incluso los musulmanes sunitas sufren restricciones a su libertad religiosa (en Teherán, por ejemplo, los sunitas no pueden tener su propia mezquita, mientras que sí pueden en Roma, Washington o Tel Aviv). Ésta es la opción ideal, pero puede requerir mucho tiempo, tiempo del que, a día de hoy, no dispone Occidente.

– Atacar militarmente a la teocracia islámica. La opción menos deseada pero la que más chances tiene de ser exitosa. Los costos serían elevados: el precio del barril de petróleo superaría los 100 dólares; Irán podría cortar sus exportaciones de crudo (2,5 millones de barriles diarios), bloquear el estrecho de Ormuz, activar células terroristas en todo el orbe e incluso atacar militarmente determinadas naciones (a Israel, seguro). Sin embargo, si ninguna de las otras alternativas fuera implementada efectivamente, o si lo fueran pero no se obtuvieran los resultados esperados, entonces este curso de acción no podría ser descartado, dado que el mundo libre no podrá permitir que una nación liderada por fanáticos mesiánicos apocalípticos cruce el umbral nuclear.

¿No le he convencido? Entonces pregúntese esto: ¿es preferible una guerra librada por Occidente contra un Irán convencional o una guerra librada por un Irán nuclear contra un Occidente tomado por sorpresa?

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